Cuando todos duermen que es la época en que se halla desatado el silencio, decanta la afrenta. Los volúmenes hacen esfuerzos sobrehumanos para expresarse y atravesar en espíritu el cartón de las cajas continentes de libros presos en placares o depósitos.
A los que les cuesta contraer el sueño y prestan atención suele atemorizarlos por tanto el silencio y sus voces: la batalla entre murmullos y diálogos, todo entre alaridos. Este es el caso de los que sufren la falta del mobiliario en cuestión y tienen problemas conscientes para sobrellevar la vida en esas circunstancias: los que de día arman pilitas desprolijas en cualquier rincón, en la mesita de luz o sobre un parlante a medida que van devorando páginas de libros o de papeles sueltos.
A los otros, a lo que marmotean despreocupados, la musiquita los contagia, les es dictada naturalmente, les traspasa de los oídos la piel y ellos sin saberlo. Así que de día hablan desmontando capítulos perfectos o hilvanan versos que saben como la más desvergonzada vanguardia. Es sabido que de conversaciones y soliloquios de esta clase de gente de buen dormir se valen los auríspices después -esos raptores- para saciar el hambre voraz de alegría de sus plumas. Y todo queda transcripto y los insomnes se acercan a esos ejemplares para picar de acá y de allá. Prueban todo. Y luego los dejan por ahí nuevamente juntando polvo en las esquinas del interior de la casa.
Después, cuando el sol se entra y vuelven a destacarse las demás estrellas, el ciclo se retoma del modo que le hemos contado aquí recién.