lunes, 19 de enero de 2009

La casa sin biblioteca


Cuando todos duermen que es la época en que se halla desatado el silencio, decanta la afrenta. Los volúmenes hacen esfuerzos sobrehumanos para expresarse y atravesar en espíritu el cartón de las cajas continentes de libros presos en placares o depósitos.
A los que les cuesta contraer el sueño y prestan atención suele atemorizarlos por tanto el silencio y sus voces: la batalla entre murmullos y diálogos, todo entre alaridos. Este es el caso de los que sufren la falta del mobiliario en cuestión y tienen problemas conscientes para sobrellevar la vida en esas circunstancias: los que de día arman pilitas desprolijas en cualquier rincón, en la mesita de luz o sobre un parlante a medida que van devorando páginas de libros o de papeles sueltos.
A los otros, a lo que marmotean despreocupados, la musiquita los contagia, les es dictada naturalmente, les traspasa de los oídos la piel y ellos sin saberlo. Así que de día hablan desmontando capítulos perfectos o hilvanan versos que saben como la más desvergonzada vanguardia. Es sabido que de conversaciones y soliloquios de esta clase de gente de buen dormir se valen los auríspices después -esos raptores- para saciar el hambre voraz de alegría de sus plumas. Y todo queda transcripto y los insomnes se acercan a esos ejemplares para picar de acá y de allá. Prueban todo. Y luego los dejan por ahí nuevamente juntando polvo en las esquinas del interior de la casa.
Después, cuando el sol se entra y vuelven a destacarse las demás estrellas, el ciclo se retoma del modo que le hemos contado aquí recién.